En el Oriente y en toda Antioquia, nuestros mayores son tesoros que guardan historias de antaño, cautivando y asombrando a las generaciones más jóvenes. Estas narraciones transmitidas de boca en boca son parte esencial de la cultura popular de la región, enriqueciendo las tradiciones y costumbres, creando un vínculo entre las generaciones presentes y futuras.
Los abuelos antioqueños son guardianes de un legado invaluable, con una riqueza de experiencias que han marcado sus vidas y que comparten ahora con sus nietos y bisnietos ávidos de escuchar relatos fascinantes. Reunidos alrededor de la sala o del fogón, los abuelos comienzan sus historias con un tono misterioso, utilizando frases como: “Cuando era joven”, “eso fue hace muchos años”, “no les miento”, “les aseguro que es verdad”, “me acuerdo como si fuera ayer”, “me parece estarlo viendo”, entre otras expresiones que capturan de inmediato la atención y crean un ambiente de suspenso.
Entre los temas más populares se encuentran los “espantos” o “asustos”, como se les conoce en nuestro lenguaje paisa. Estas historias han sido transmitidas de generación en generación, ya sea por haber sido testigos presenciales o por haberlas escuchado de nuestros antepasados. De esta manera, se va tejiendo una tradición en torno a estos relatos, que surgen a partir de diferentes elementos como educativos, religiosos, sociales o simplemente como fenómenos naturales inexplicables. Es importante resaltar que no se busca clasificar estas historias desde la filosofía, como mitos o leyendas, sino más bien como parte de nuestro lenguaje y cultura popular. Los espantos narran experiencias que erizan la piel, con relatos de encuentros paranormales o sucesos inexplicables que desafían la lógica y provocan miedo en quienes escuchan. Estas historias, llenas de misterio y suspenso, dejan una huella duradera en la mente de los oyentes, alimentando su fascinación por lo desconocido o por lo sobrenatural.
Según la tradición de nuestros antepasados, después de la cena, la familia solía reunirse para recitar las oraciones de siglos, como buenos cristianos, agradeciendo por el día que ya había concluido. Posteriormente, se envolvían en ruanas compradas en Caramanta, Antioquia, y se reunían algunas noches, soportando el frío y el viento recio de nuestros pueblos, iluminados por una caperuza o una vela. En estas ocasiones, el abuelo iniciaba el arte de contar historias, siendo la de los espantos la que más capturaba la atención. Cuando un espanto se manifestaba, se sentía un frío sobrenatural y una palidez total. Estas experiencias han sido presenciadas y escuchadas en Abejorral, Argelia, Nariño, La Unión, Sonsón y otros municipios cercanos.
El escenario era realmente evocador: las antiguas y grandes casas, construidas en tapia, con sus techos y suelos crujientes, los amplios patios empedrados, los largos zaguanes y las numerosas habitaciones decoradas con fotografías en blanco y negro, imágenes sacras y baúles de arrieros, así como muñecas de gran tamaño. Además, contaban con extensos solares repletos de árboles frutales que proyectaban sombras en las noches de luna llena. Sin embargo, con la llegada de la electricidad y las nuevas tecnologías, el escenario ya no transmitía el mismo escalofrío ni resultaba tan atractivo como antaño en las zonas urbanas y rurales, donde se solían relatar estas historias acompañadas de risas por parte de aquellos que intentaban disimular su miedo al tener que dirigirse a sus habitaciones o regresar a sus hogares.
En estas tertulias sobresalía el relato de La Llorona, a pesar de ser una leyenda de origen mexicano, según los abuelos, también se había escuchado y visto en nuestros pueblos. Se describía a una mujer vestida de negro, con un rostro cadavérico y cargando en sus brazos a un niño sin vida, supuestamente su propio hijo al que había asesinado y luego lamentado. Por lo tanto, deambulaba llorando constantemente por las quebradas, arroyos y ríos, con un escalofriante lamento: “¡Ay, mi hijo!”. Aquellos que aseguraban haberla visto y escuchado afirmaban que causaba un profundo miedo.
Pero ahí no termina el coloquio. De inmediato, pasan a contar el asusto de la niña de la carta, que según el abuelo.Era una niña enigmática y silenciosa que recorría las calles de los pueblos, ofreciendo una carta en sus manos. Quien se la recibiese, moría del susto, y su carta era indescifrable. Se decía que era una niña que vestía de primera comunión y que su recorrido terminaba en el cementerio, apareciéndose a los trasnochadores y a los bebedores. El abuelo juraba haberla visto de lejos en una noche de aguardientes, cuando retornaba a su casa, y que el susto fue tal que no se explica cómo abrió el portón de la casa.
La noche avanzaba y los presentes se persignaban o se tomaban del brazo mientras las historias de espantos se entrelazaban en el aire del recinto. El latido de los perros parecía sincronizarse con la narración, intensificando la sensación inquietante de lo que se escuchaba. Pero aún faltaba la presencia del duende que escondía objetos. Según los arrieros locales, este duende desviaba los caminos y poseía un gran talento para tocar el tiple y la guitarra. Se le describía como un ser pequeño, de orejas prominentes que parecían sacadas de cuentos de fantasía, con un rostro arrugado y ojos claros que parecían vislumbrar más allá de la oscuridad. Aunque su baja estatura y astucia eran solo el inicio de su aspecto. Sin embargo, su mayor temor era el santo escapulario, el único objeto capaz de detenerlo. Cuando intentaba desviar el camino, los arrieros sacaban sus machetes para permitir que continuasen su travesía. El abuelo recordaba cómo en una ocasión intento desviarlo, pero al recordar el escapulario, desenvainó el machete y así pudo proseguirlo. Incluso afirmaba haberlo visto merodeando la casa y haber escuchado su música de tiple en la oscuridad.
También se hablaba del Sombrerón, una figura temida por los jugadores y los esposos negligentes. Se decía que se le veía acompañado por varios perros y arrastrando cadenas a su paso, con su alta figura vestida de negro, montado en un caballo oscuro como la misma noche, persiguiendo a los tramposos y peleadores en los juegos. Su presencia súbita en el camino o la calle iba acompañada de fuertes gritos. El abuelo afirmaba haberlo escuchado a la medianoche los viernes, y quienes lo visualizaban lo describían como una figura imponente que superaba en altura los techos de las casas e incluso los árboles.
La audiencia espera ansiosa la siguiente historia, mientras el viento golpea las ventanas y nadie se atreve a levantarse para cerrarlas. Las velas se van consumiendo y el abuelo continúa con un misterio sepulcral al recordar cuando estaba en la finca y los mandaban a recoger leña para el fogón, temiendo escuchar al “gritón”, un espanto que nadie ha visto, ni siquiera su sombra, sólo sus estridentes gritos en los caminos y bosques, que buscan confundir a la gente. Aunque algunos vecinos de El Aures decían que era un arriero cansado que no paraba de gritar en las alturas, el abuelo aseguraba no haberlo escuchado nunca. Sin embargo, en casa le advertían que no silbara de noche ni en los montes, ya que el “gritón” le respondería.
Por último, les contaré, dice el abuelo con voz baja y misteriosa, sobre el asusto de la mula de tres patas. Cuando la tormenta azota las calles empedradas, se oye a la mula trotar por ahí, como si sus herraduras estuvieran desgastadas, con unos ojos rojos ardientes, relinchando fuertemente y sin que nadie sepa por qué perdió una pata. Se escucha más de una vez y nadie se atreve a mirar. Algunos dicen que la mula busca algo o a alguien en la oscuridad de la noche. Pero lo más escalofriante es ver la luz de un entierro o un alma en pena, lo cual hiela a cualquier persona.
¡Bueno, es hora de ir a dormir¡ ordena el abuelo con voz enigmática. En otra ocasión, seguiré contándoles sobre las historias de la madre monte, la patasola, la rodillona y el mohán… si alguien se atreve a escucharlas, esas sí que dan miedo. Con eso, el abuelo guarda silencio, dejando a todos con un gran temor de que lo narrado pueda ser algo más que una simple historia. La noche parece envolverlos y se termina la tertulia.
Los abuelos antioqueños son grandes maestros en contar historias de espantos, capturando la atención de quienes escuchan. No sabemos si estos relatos que hemos oído en incontables ocasiones son ciertos o no, pero sin duda mantienen viva la tradición oral de nuestros pueblos, transmitiendo estas historias de generación en generación. Para ampliar en el tema, compartimos la definición que proporciona el Pbro. Julio Jaramillo Restrepo en su libro “Diccionario de Antioqueñismos” acerca de la palabra “espanto”: “Los viejos antioqueños llenaron las noches con cuentos de espantos, cada uno más terrorífico que el anterior: desde esqueletos envueltos en sudarios blancos hasta sombras etéreas con capuchas y palidez de cadáver. Todos hemos escuchado estas historias y esperábamos verlos aparecer en cualquier lugar”.
Por: Sergio Correa González
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