2. Mis ojos no podrían resistir al contemplarte en tu propia y divina claridad, ni el mundo podría soportar el fulgor de la gloria de tu majestad. Cuando te ocultas, pues, en este sacramento, lo haces para sostener mi debilidad.
Yo poseo realmente y, al mismo tiempo, adoro a aquel a quien los ángeles adoran en el cielo; pero yo, por ahora, lo veo sólo con la fe mientras que ellos lo ven abiertamente y sin ningún velo. Es necesario que me contente con la luz de la verdadera fe y que camine guiado por ella, hasta que amanezca el día de la eterna claridad y desaparezca el velo de las figuras simbólicas (cfr. Cant. 2, 17; 4, 6).
Cuando, pues, llegue lo que es perfecto (1 Cor. 13, 10), cesará el uso de los signos sacramentales, porque, en la gloria celestial, los bienaventurados ya no necesitan del remedio de los sacramentos. Efectivamente, los bienaventurados gozan eternamente de la presencia de Dios y contemplan claramente su gloria, cara a cara. Transformados pasan de esta luz a la luz de los abismos de la divinidad y miran en su plenitud el Verbo encarnado como fue en el principio y como sigue siendo eternamente.
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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.