CAPITULO III
Método sencillo de regar las sementeras, y provechosas advertencias para espantar los animales que hacen daño en los granos.
Hoy es domingo. En el vecino pueblo
Las campanas con júbilo repican,
Del mercado en la plaza ya hormiguean
Los campesinos al salir de misa.
Hoy han resuelto los vecinos todos
Hacer a la patrona rogativa,
Para pedirle que el verano cese,
Pues lluvia ya las rozas necesitan.
De golpe el gran rumor calla en la plaza,
El sombrero, a una vez, todos se quitan….
Es que a la puerta de la iglesia asoma
La procesión en prolongada fila.
Va detrás de la cruz y los ciriales
Una imagen llevada en andas limpias,
De la que siempre, aun en imagen tosca
Llena de gracia y de pureza brilla.
Todo el pueblo la sigue, y en voz baja
Sus oraciones cada cual recita,
Suplicando a los cielos que derramen
Fecunda lluvia que la tierra ansía.
¡Hay algo de sublime, algo de tierno
En aquella oración pura y sencilla,
Inocente paráfrasis del pueblo,
Del «Danos hoy el pan de cada día!»
Nuestro patrón y el grupo de peones
Mezclados en la turba se divisan
Murmurando sus rezos, porque saben
Que Dios su oreja a nuestro ruego inclina.
Pero, no. Yo no quiero con vosotros
Asistir a esa humilde rogativa;
Porque todos nosotros somos sabios,
Y no quisimos asistir a misa.
Y ya la moda va quitando al pueblo
El único tesoro que tenía.
(Una duda me queda solamente:
¿Con qué le pagará lo que le quita?)
Brotaron del maíz en cada hoyo
Tres o cuatro maticas amarillas,
Que con dos hojas anchas y redondas
La tierna mata de frisol abriga.
Salpicada de estrellas de esmeralda
Desde lejos la Roza se divisa;
Manto real de terciopelo negro
Que las espaldas de un titán cobija.
Aborlonados sus airosos pliegues
Formados de cañadas y colinas;
Con el humo argentado de su rancho,
De sus quebradas con la blanca cinta.
El maíz con las lluvias va creciendo
Henchido de verdor y lozanía,
Y en torno dél, entapizando el suelo,
Va naciendo la yerba entretejida.
Por doquiera se prenden los bejucos
Que la silvestre enredadera estira;
Y en florida espiral trepando, envuelve
Las cañas del maíz la batatilla.
Sobre esa alfombra de amarillo y verde
Los primeros retoños se divisan,
Que en grupos brotan del cortado tronco
Al cual su savia exuberante quitan.
Ya llegó la deshierba; la ancha roza
De peones invade la cuadrilla,
Y armados de azadón y calabozo
La yerba toda y la maleza limpian.
Queda el maíz en toda su belleza,
Mostrando su verdor en largas filas,
En las cuales se ve la frisolera,
Con lujo tropical entretejida.
¡Qué bello es el maíz! Mas la costumbre
No nos deja admirar su bizarría,
Ni agradecer al cielo ese presente,
Sólo porque lo da todos los días.
El don primero que con mano larga
Al Nuevo Mundo el Hacedor destina;
El más vistoso pabellón que undula
De la virgen América en las cimas.
Contemplad una mata. A cada lado
De su caña robusta y amarilla,
Penden sus tiernas hojas arqueadas,
Por el ambiente juguetón mecidas.
Su pie desnudo muestra los anillos
Que a trecho igual sobre sus nudos brillan,
Y racimos de dedos elegantes,
En los cuales parece que se empina.
Más distantes las hojas hacia abajo,
Más rectas y agrupadas hacia arriba,
Donde empieza a mostrar tímidamente
Sus blancos tilos la primera espiga,
Semejante a una joven de quince años,
De esbeltas formas y de frente erguida,
Rodeada de alegres compañeras
Rebosando salud y ansiando dicha.
Forma el viento al mover sus largas hojas,
El rumor de dulzura indefinida
De los trajes de seda que se rozan
En el baile de bodas de una niña.
Se despliegan al sol y, se levantan
Ya doradas, temblando, las espigas,
Que sobresalen cual penachos jaldes
De un escuadrón en las revueltas filas.
Brota el blondo cabello del Pilote,
Que muellemente al despuntar se inclina;
El manso viento con sus hebras juega
Y cariñoso el sol las tuesta y riza.
La mata el seno suavemente abulta
Donde la tusa aprisionada cría,
Y allí los granos como blancas perlas,
Cuajan envueltos en sus hojas finas.
Los chócolos se ven a cada lado,
Como rubios gemelos que reclinan,
En los costados de su joven madre,
Sus doradas y tiernas cabecitas.
El pajarero, niño de diez años,
Desde su andamio sin cesar vigila
Las bandadas de pájaros diversos,
Que hambrientos vienen a ese mar de espigas.
En el extremo de una vara larga
Coloca su sombrero y su camisa;
Y silbando, y cantando, y dando gritos,
Días enteros el sembrado cuida.
Con su churreta de flexibles guascas
Que fuertemente al agitar rechina;
Desbandadas las aves se dispersan
Y fugitivas corren las ardillas.
Los pericos en círculos volando
En caprichosas espirales giran;
Dando al sol su plumaje de esmeralda
Y al aire su salvaje algarabía.
Y sobre el verde manto de la Roza
El amarillo de los taches brilla,
Como onzas de oro en la carpeta verde
De una mesa de juego repartidas.
Meciéndose galán y enamorado,
Gentil turpial en la flexible espiga,
Rubí con alas de azabache, ostenta
Su bella pluma y su canción divina.
El duro pico del chamán desgarra
De las hojas del chócolo las fibras,
Dejando ver los granos, cual los dientes
De una bella al través de su sonrisa.
Cuelga el gulungo su oscilante nido
De un árbol en las ramas extendidas,
Y se columpia blandamente al viento,
Incensario de rústica capilla.
La boba, el carriquí, la guacamaya,
El afrechero, el diostedé, la mirla,
Con sus pulmones de metal que aturden,
Cantan, gritan, gorjean, silban, chillan.
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