4. En verdad, todas las cosas que parecen hechas para conferir paz y alcanzar la felicidad, no valen nada si tú estás ausente y, realmente, en nada contribuye a esta felicidad. Tú eres, pues, el fin de todos los bienes, el supremo sentido de la vida, la máxima profundidad de toda palabra; esperar en ti sobre todas las cosas es el mayor consuelo del que se ha puesto a tu servicio.
Hacia ti levanto mis ojos (Sal. 140, 8); en ti confío, Dios mío (Sal. 24, 1ss.), Padre de las misericordias (2 Cor. 1, 3). Bendice y santifica mi alma con tu bendición celestial para que se convierta en tu santa morada y sede de tu eterna gloria y para que no se encuentre en este templo de tu grandeza nada que ofenda los ojos de tu majestad.
Mírame según la magnitud de tu bondad y la multitud de tus misericordias y escucha la oración de tu siervo que anda peregrinando en una región de sobras y muerte.
Defiende y conserva el alma de este pobre siervo tuyo que anda entre los muchos peligros de la vida mortal y, acompañado de tu gracia, dirígelo por el camino de la paz, hacia la patria de la eterna claridad. Amén.
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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.