3. Dios mío, protector de mi alma (Sal. 53, 6), tú, que robusteces la debilidad humana y distribuyes toda consolación interior, en este sacramento has dado, y aún sigues concediendo con frecuencia, muchos beneficios a tus amados que comulgan devotamente.
En efecto, tú les infundes abundancia de consuelos en sus múltiples tribulaciones y desde el fondo de su postración los elevas a esperar tu protección, y con una nueva gracia, los alegras y los alumbras interiormente, de modo que los que antes de la comunión se sentían llenos de angustia y ansiedad, después, recreados por el alimento y la bebida espirituales, se encuentran transformados y mejorados.
Todo esto tú lo haces generosamente con tus amigos, para que conozcan verdaderamente y experimenten palpablemente cuán débiles son es sí mismos, y cuánta bondad y gracia alcanzan de tu misericordia. Ya que ellos, por naturaleza, son fríos, duros y faltos de devoción y sólo por ti pueden transformarse en fervientes, blandos y devotos.
¿Quién, habiéndose acercado humildemente a la fuente misma de la dulzura, no ha sacado siquiera un poco de esa dulzura? ¿Quién, habiéndose arrimado a un gran fuego, no se ha calentado siquiera un poco? Y tú eres la fuente siempre llena y desbordante; eres el fuego siempre ardiente y que nunca se extinguirá.
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Fuente: Tomas de Kempis. La Imitación de Cristo. Edición Paulinas.