Contaban que su mamá era así de ‘bonita’ (“… las mujeres cuando se maquillan, ¡con buen maquillaje!, se ven muy bonitas”, pudo haberle explicado a su hija). Tal vez era una mujer tan bella, que no hubiera soportado el asedio de tantos hombres al mismo tiempo; y por eso, no se pintaba, como la totalidad de las mujeres, para realzar su belleza sino para ocultarla detrás de una costra de maquillaje, opacando groseramente sus cejas delicadas, su cabello terso, sus pómulos rosados –más rosados aún por la tierra fría–, sus labios carnosos; como si a una pintura al óleo la retocaran con témperas.
Celina se ganó el reinado de la pintoreteada, del colorido y del colorete. Tuvo que haber nacido pintarrajeada porque nadie, ni aun los habitantes de las casas donde alquilaba piezas para vivir, la vieron sin su embadurnado maquillaje. El payaso se dibuja lágrimas para lograr un equilibrio de emociones ratificando lo dicho por el dramaturgo Bernard Shaw: “La vida no deja de ser divertida cuando la gente muere, como tampoco deja de ser seria cuando la gente ríe”.
Pintados con lápiz delineador de pestañas, quien fuera sin duda el ‘Personaje Típico’ más vistoso de los últimos treinta años en Sonsón, lucía cuatro lunares negros: el más grande: el luto por la muerte de su madre. El mismo lápiz le servía para trazarse unas cejas tan prolongadas que querían enredarse con sus pendientes. Lucía collar y aretes de granos y sombrero aguadeño mientras bailaba en la calle en plenas Fiestas del Maíz; escapulario carmelita si se celebraban las Fiestas de la Virgen del Carmen; velo negro para orar el viernes santo en la Catedral.
No arrastraba un costal mugriento, portaba una flamante cartera no propiamente de Louis Vuitton; no pedía limosna, recibía ayuda voluntaria; no calzaba chanclas remendadas y sucias, lucía botas de cuero bien embetunado, ajenas de Valentino; no llevaba perlas de la joyería Sterling, ostentaba abigarrados collares ‘de fantasía’, trenzas largas y moños multicolores que bien la hubieran podido identificar como una ‘Diva
Criolla’; no se vestía con harapos, al contrario, nunca salía sin un chal de colores, muy distante, eso sí, de los Chanel, que combinara con su vestido, igualmente alejado de Armani; en todo caso siempre luciendo el ‘rojo de la seducción’.
No balbuceaba incoherencias, conversaba con todas las personas del pueblo y les conocía su nombre y estatus social, y todos la saludaban con afecto por su nombre de pila; pero soterradamente la mencionaban por su apodo: LA COCOA – que no sé qué significa.
“Yo le fío con frecuencia. Es muy buena paga”, me manifestó un vendedor ambulante, amigo suyo, después de entregarle medio paquete de cigarrillos President y ‘quinientos de confites’, de los cuales ella me regaló dos, dando cuenta de su generosidad y buenos modales.
No era pues una loca, sin embargo, una amiga médico me llegó a decir que padecía un síndrome psicológico relacionado con la falta de afecto. Su estado civil no era ni soltera ni casada ni divorciada, era errante porque “se la pasaba callejiando”, para buscar de casona en casona, de almacén en almacén, de sexta a séptima, de plaza a plazuela, de cantina en cantina, de noche a día la manera de subsistir; cruzando con su joroba y cojera (de sus últimos días) el olor a panela, café y jabón de la tienda de don Gonzalo
Henao, a revistas y periódicos del local de “El Colombiano”, a manzanilla fresca de donde Resfa, a caucho nuevo de donde doña Lucrecia, a quesadillas de donde Pitocha (su fotógrafo de cabecera), y hasta el no repugnante olor de cachivaches viejos de donde don Víctor (“Babas”).
A pesar de no tener ‘marido conocido’ se enorgullecía del novio “ingeniero de Medellín” –a su parecer, la profesión de los hombres más inteligentes–; diciendo con ojos de quinceañera enamorada: “Con frecuencia viaja a Sonsón sólo a visitarme”. Ella se podía comparar con beldades como Sofía Loren o Nicole Kidman: dicen pretenderla muchos hombres, pero ninguno conocido.
Se tenía que morir porque en una sociedad sin identidad, Celina, con su personalidad ‘atrevida’, representaba algo raro: la mujer más iconoclasta del Municipio que exhibía sin pudor esa máscara de esnobismo oculta dentro de nuestra reprimida bohemia amarrada con el laso de la “cordura” que no se atreve a liberarse para ser feliz naturalmente.
Por: Juan Manuel Jaramillo V.
Foto tomada en el Bar La Cocoa.