Sin saberlo acaba de llegar a su último y determinante viaje, a su amada Antioquia. Abandona el barco en el puerto caluroso y asfixiante. Con determinación busca diferentes entradas, cada una con varias opciones para salir. Toma aquellas que oscurecen con intensidad progresiva, sombrías y frescas. Va dejando atrás el murmullo del río, sin pausa
va adentrándose en el gemido del bosque denso; allí encuentra socavones tan profundos cómo los mismos infiernos, caminos de herraduras que callan espeluznantes historias. En el interior de éstos sólo huele y se escucha el crujir del miedo.
Allí mismo, entre el misterio se desata un aguacero de padre y señor nuestro. El socavón se llena de agua arrastrando todo lo encontrado dentro. Un pequeño baúl en el que lleva lo indispensable es arrebatado de sus manos por la corriente sin darle oportunidad al reproche.
Después de un tiempo interminable, confuso logra prenderse de una raíz que brota justo en frente del empinado empedrado que conduce a la finca de su hermana, la menor. Tiritando de frío, con sus ropas empapadas de lluvia y pantano consigue arrastrarse hasta la casa llena de flores y olor a café caliente.
Su hermana Elvira, inmediatamente se inca de rodillas ante la presencia del obispo, éste con la tez indefinida y sus movimientos casi imperceptibles la bendice fervorosamente, al instante se levanta y lo ayuda a ingresar a la casa, le da agua caliente y ropas limpias para que entre en calor de nuevo, le sirve un alguito con huevos revueltos de la gallina sarabiada que siempre los pone con cáscara azul, arepa, quesito recién hecho, galletas de soda con mantequilla de la vaca flora y chocolate molido el día anterior, del árbol de la huerta. Se acuesta un rato mientras los demás miembros de la familia llegan a la casa después de dar cumplimiento con sus tareas cotidianas.
Son las siete cincuenta de la noche, el café ha sido despulpado, Aquí están sentados en la cocina alrededor del fogón, se han puesto sus ropas más elegantes y han tomado su última comida del día mientras esperan la solemne aparición de aquel ser en el que confían su puesto a la diestra de Dios. Al verlo aproximarse todos se ponen de rodillas, él derrama bendiciones en forma de cruz sobre cada uno de los presentes. Inician el santo rosario para luego pasar a contar las maravillosas historias que acostumbran escuchar en aquella voz «celestial».
Servido el tinto el obispo toma la palabra y dice: hace mucho tiempo se creó el fuego, ardía en el corazón de cada humano, era el fuego del amor. Al terminar esta frase las llamas del fogón subieron hasta el techo, chisporroteaba formando figuras y de ellas salían voces nítidas, dirigidas al obispo.
El obispo confundido, golpeado por la incomprensión cae de rodillas. Pide protección a su dios; busca afanoso su cruz, sus medallas, el agua bendita; lo ha perdido todo en el socavón…
Arde fuego en su corazón y fallece.
Por:
Berenice Pérez Hincapié
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