Por Andrés Felipe Madrid
Género: Cuento
Las calles del viejo barrio estaban desiertas, cubiertas de un silencio pesado que solo era interrumpido por el crujido de las hojas secas bajo los pies de Lourdes y Jan Carlo. Desde que la peste azul había asolado el mundo, convirtiendo a todos en sombras errantes detrás de máscaras antigases, cada paso que daban sentía como un eco de lo que una vez fue su hogar.
Enero soplaba con fuerza en las calles de LE MANS, una ciudad que nunca había sido el epicentro de la pandemia que había cambiado el mundo. Han pasado tres años desde que el virus original fue contenido y la vida parecía haber recuperado una normalidad frágil. Sin embargo, en los rincones más oscuros de los laboratorios y entre los murmullos de los científicos, un eco del pasado comenzaba a resonar.
En el Instituto de Virología de Wuhan, un grupo de investigadores se sumergía en sus estudios, tratando de entender cómo un patógeno tan devastador había logrado escapar de las fronteras del conocimiento humano. La doctora Mei Lin, una viróloga reconocida por su valentía y dedicación, estaba obsesionada con descubrir las mutaciones del virus original. A medida que revisaba muestras en su laboratorio, notó algo inquietante: un patrón en los datos que no podía ignorar.
—¡Mira esto! —exclamó Mei, llamando la atención de su colega, el doctor Zhao—. Estas muestras muestran una resistencia inusual. No es solo una mutación; parece que está evolucionando.
Zhao se acercó rápidamente a la pantalla, sus ojos se agrandaron mientras examinaba los gráficos. Era evidente que algo siniestro estaba ocurriendo.
—¿Estás diciendo que podría haber una reaparición del virus? —preguntó, con un hilo de preocupación en su voz.
Mei asintió con seriedad. —No solo eso. Si no actuamos rápido, podríamos estar frente a una nueva pandemia antes de que nos demos cuenta.
Mientras tanto, en las calles de Wuhan, la vida continuaba como si nada hubiera pasado. Las personas se movían apresuradamente entre tiendas y restaurantes, riendo y disfrutando del aire fresco. Pero lo que no sabían era que el destino estaba tramando algo más oscuro.
A miles de kilómetros, una joven llamada Li Wei regresaba a casa después de un viaje al extranjero. Durante su estancia en Europa, había notado síntomas extraños: tos persistente y fiebre intermitente. Sin embargo, ignoró las señales; pensó que solo era un resfriado común. Al abordar su vuelo a Wuhan, no imaginaba que su regreso podría desatar un nuevo caos.
Días después de su llegada, comenzó a sentir un cansancio abrumador y la tos se intensificó hasta convertirse en convulsiones incontrolables. Buscó atención médica en un hospital local, donde los médicos comenzaron a notar similitudes inquietantes con los síntomas del antiguo virus.
En el laboratorio del Instituto de Virología, Mei recibió una llamada urgente del hospital donde Li Wei había sido ingresada. La joven mostraba resultados positivos para una variante del virus original; lo que era aún más alarmante era la velocidad a la que se estaba propagando entre otros pacientes.
—Debemos cerrar la ciudad —dijo Mei con firmeza al comité de salud pública—. No podemos permitir que esto se propague sin control.
Pero sus palabras fueron recibidas con escepticismo y resistencia. La economía había comenzado a recuperarse y nadie quería ser recordado como el responsable de desatar el pánico nuevamente.
Sin embargo, la sombra del pasado ya se cernía sobre Wuhan y el mundo entero. El reloj estaba corriendo y mientras Mei se preparaba para enfrentar la batalla más grande de su vida profesional, sabía que esta vez podría ser diferente; no solo por las vidas en juego, sino por cómo la humanidad respondería ante otro desafío inesperado.
El ambiente en la sala de redacción de Global News Network era tenso, como si una tormenta inminente se estuviera formando. Los periodistas, acostumbrados a lidiar con noticias de última hora, estaban al borde de sus asientos. La noticia sobre la reaparición del virus había llegado a sus oídos, pero había un silencio ensordecedor sobre lo que deberían hacer con esa información.
Luis Chen, un magnate de los medios conocido por su influencia y poder, estaba sentado al final de la larga mesa de conferencias. Conocido tanto por su astucia como por su falta de escrúpulos, había decidido que el mundo no debía conocer la verdad hasta el momento adecuado. Su mirada fría y calculadora se posó sobre los reporteros.
—Escuchen bien —comenzó Luis, su voz firme resonando en la sala—. No podemos publicar nada sobre el nuevo virus hasta después del primero de enero. La economía está en una fase delicada y cualquier noticia negativa podría desestabilizarla aún más.
Un murmullo se extendió entre los periodistas. Clara, una joven reportera con un instinto agudo para las noticias, levantó la mano.
—Pero Luis, ¿y si esto se convierte en una crisis? La gente tiene derecho a saber lo que está sucediendo. ¿Qué pasará si el virus se propaga antes de que podamos informar?
Luis la miró con desdén. —No es nuestro lugar crear pánico. Este es un asunto que debe manejarse con delicadeza. He hablado con altos funcionarios del gobierno y ellos están de acuerdo. La información será liberada a través de canales internacionales después del primero de enero, cuando las festividades hayan terminado y todo esté más controlado.
La sala quedó en silencio mientras los reporteros intercambiaban miradas preocupadas. Sabían que Luis tenía conexiones profundas, pero también entendían que el bienestar público estaba en juego.
—¿Y qué hay de las vidas que podrían perderse? —insistió Clara—. Si esperamos demasiado, podríamos estar poniendo a miles en peligro.
—No es nuestra responsabilidad —replicó Luis con frialdad—. Nuestra misión es informar, pero también proteger nuestros intereses. El mundo necesita estabilidad y eso empieza aquí, con nosotros.
Con un gesto despectivo, hizo una señal para que la reunión concluyera. Los periodistas salieron cabizbajos, sintiendo el peso de la verdad reprimida sobre sus hombros. Clara sabía que estaban jugando con fuego; el reloj seguía corriendo y cada segundo contaba.
Mientras tanto, en las instalaciones del Instituto de Virología, Mei continuaba su investigación sin saber que sus descubrimientos estaban siendo silenciados por un hombre cuya avaricia superaba cualquier consideración ética. La doctora se sentía impotente ante el inminente peligro y deseaba con todas sus fuerzas poder gritarle al mundo lo que sabía.
En su oficina, Luis revisaba informes y proyecciones económicas mientras hablaba por teléfono con sus asesores. Era un maestro del control; sabía cómo manipular a las masas a través de los medios y estaba decidido a mantener su dominio.
—Asegúrate de que no haya filtraciones —ordenó a uno de sus asistentes—. Si alguien habla antes del primero de enero, habrá consecuencias severas.
En ese instante, Clara decidió que no podía quedarse quieta mientras otros corrían peligro. Consciente del riesgo que implicaba desafiar a Luis Chen, comenzó a investigar por su cuenta; contactó a fuentes anónimas dentro del hospital y del Instituto de Virología. Sabía que debía encontrar pruebas contundentes antes de que se cumpliera el plazo fatídico.
La noche caía sobre Wuhan mientras la ciudad celebraba una nueva esperanza para el año venidero sin saber que en las sombras se gestaba una tormenta mucho más oscura.
El primer día de enero llegó con la promesa de un nuevo comienzo, pero en las redacciones de medios internacionales, la atmósfera era de caos absoluto. A las 9:00 a.m., la noticia que todos temían se hizo pública: un nuevo virus había resurgido en Wuhan, y su potencial para propagarse rápidamente era alarmante.
Las pantallas de televisión en todo el mundo mostraban imágenes de hospitales desbordados, calles vacías y ciudadanos con mascarillas. En cuestión de horas, las redes sociales estallaron con mensajes de preocupación, desinformación y teorías conspirativas. La hashtag #VirusWuhan se convirtió en tendencia global.
En Nueva York, el bullicio habitual de Times Square fue reemplazado por murmullos inquietos. Los turistas que habían llegado para celebrar el Año Nuevo comenzaron a mirar sus teléfonos con expresión de horror. En un café cercano, una mujer gritó mientras leía un artículo en su dispositivo:
—¡Esto no puede estar pasando! ¡No podemos volver a vivir lo que vivimos antes!
Mientras tanto, los noticieros transmitían declaraciones urgentes de funcionarios de salud pública que instaban a la calma. Pero sus palabras se perdían entre el ruido del pánico. Las imágenes del Dr. Anthony Ramirez, un reconocido epidemiólogo, aparecieron en pantalla mientras intentaba tranquilizar a la población.
—El virus es serio —dijo con voz grave—, pero no debemos entrar en pánico. La mayoría de los casos son leves y hay medidas que podemos tomar para controlar su propagación.
Sin embargo, sus palabras fueron opacadas por la creciente ansiedad. En el corazón de Londres, los supermercados comenzaron a vaciarse rápidamente; el pan y las mascarillas se convirtieron en artículos escasos. Una fila interminable se formó frente a las farmacias mientras la gente compraba productos desinfectantes y suministros básicos.
En Asia, las ciudades comenzaron a implementar medidas preventivas. En Tokio, las autoridades anunciaron restricciones inmediatas en eventos públicos y recomendaron el uso obligatorio de mascarillas en espacios cerrados. El transporte público se volvió un caldo de cultivo para la paranoia; los pasajeros miraban nerviosos a su alrededor, como si cada estornudo pudiera ser una sentencia.
A medida que las horas pasaban, los rumores se extendían como fuego salvaje: algunos afirmaban que el virus era un arma biológica; otros hablaban de una conspiración internacional para controlar la población. Las teorías se multiplicaban en foros y grupos de chat, alimentando aún más el miedo colectivo.
Clara observaba todo desde su apartamento en San Francisco, sintiendo una mezcla de impotencia y determinación. Había logrado obtener información privilegiada sobre el virus antes de su publicación oficial y sabía que debía actuar rápido para ayudar a otros a entender la verdad detrás del caos desatado. Con cada notificación que llegaba a su teléfono sobre nuevas infecciones o muertes reportadas, su corazón se aceleraba.
En Beijing, Luis Chen seguía los acontecimientos desde su oficina opulenta. A pesar del pánico global, una sonrisa satisfecha se dibujaba en su rostro al ver cómo los medios informaban exactamente lo que él había planeado: control total sobre la narrativa. Sin embargo, también sentía un leve escalofrío al pensar que había subestimado la rapidez con la que la gente podría reaccionar ante una crisis.
Mientras tanto, Mei estaba atrapada entre sus investigaciones y la creciente presión pública. En el laboratorio del Instituto de Virología, los científicos trabajaban frenéticamente para entender mejor al virus y desarrollar una respuesta adecuada. Sin embargo, sabían que con cada segundo perdido más vidas estaban en juego.
La noticia del brote había desencadenado una ola imparable; el mundo estaba en alerta máxima y todos esperaban respuestas que parecían nunca llegar.
Las primeras horas tras la noticia del brote del nuevo virus estaban llenas de especulaciones. En el imaginario colectivo, la gente pensaba que los primeros contagiados serían ancianos, como había sucedido con el COVID-19. Las redes sociales se inundaban de mensajes que advertían sobre la vulnerabilidad de la tercera edad, y muchos se sentían aliviados creyendo que su juventud los protegería.
Sin embargo, la realidad pronto demostró ser muy diferente. En un pequeño pueblo de España, un adolescente de 20 años llamado Javier, quien tenía síndrome de Down, fue ingresado en el hospital con síntomas que inicialmente parecían leves: fiebre y tos. La noticia de su contagio llegó a oídos de los medios locales como un rayo. ¿Cómo era posible que un joven, en teoría sano y con energía, contrajera el virus?
La confusión se extendió rápidamente. En cuestión de horas, los rumores comenzaron a circular: «El virus ataca solo a personas con discapacidad cognitiva». Las redes sociales se llenaron de teorías conspirativas y discusiones acaloradas. Algunos afirmaban que había una conexión misteriosa entre el virus y las condiciones neurobiológicas, mientras otros hacían eco de su propia desinformación sobre cómo debían protegerse.
La madre de Javier, Ana, estaba devastada. Su hijo siempre había sido un rayo de luz en sus vidas y no podía comprender por qué le había tocado a él. En su desesperación, Ana decidió hablar públicamente para desmentir las conjeturas erróneas.
—Javier es un chico fuerte y valiente —declaró en una entrevista—. No deberíamos hacer suposiciones basadas en el miedo. El virus no discrimina; puede afectar a cualquiera.
Pero sus palabras parecían perderse entre el torbellino mediático. Los noticieros reportaban cada nuevo caso con un enfoque sensacionalista, amplificando la idea de que había un patrón en los contagios. En las redes sociales, los hashtags #VirusDiscapacidad y #ProtegeATusHijos comenzaron a ganar fuerza.
Mientras tanto, los científicos luchaban por entender al virus. En laboratorios alrededor del mundo, investigadores trabajaban sin descanso para analizar muestras y determinar cómo se propagaba realmente. Sin embargo, la narrativa pública estaba fuera de control; lo que debería haber sido una crisis sanitaria se estaba convirtiendo en un fenómeno social cargado de estigmas.
En las aulas de las escuelas, los estudiantes comenzaron a mirarse con recelo. La idea de que el virus atacaba solo a personas con discapacidad llevó a un aumento del bullying hacia aquellos que eran diferentes. Algunos padres optaron por mantener a sus hijos en casa por miedo a que fueran etiquetados o rechazados.
Clara seguía los acontecimientos desde su hogar en San Francisco y sabía que debía intervenir para corregir la desinformación antes de que se volviera más dañina. Organizó una reunión virtual con varios expertos en salud pública y activistas para discutir cómo podían abordar la situación.
—Necesitamos educar a la gente —dijo Clara durante la reunión—. Si no aclaramos esto rápidamente, podría haber consecuencias devastadoras para las comunidades vulnerables.
Mientras tanto, Luis Chen observaba desde las sombras cómo todo este caos jugaba a su favor. La confusión reinante mantenía a las personas distraídas mientras él continuaba implementando sus propios planes oscuros.
Javier luchaba por recuperarse en el hospital, rodeado por el amor incondicional de su madre y el apoyo de su comunidad. A pesar del miedo y la desinformación que lo rodeaba, seguía siendo una fuente de esperanza para aquellos que lo conocían.
Así comenzó una batalla no solo contra un virus invisible, sino también contra los prejuicios y la ignorancia que amenazaban con dividir aún más a la sociedad en enero de un año del que no quiero ni acordarme.
Ningún hombre de la tierra podía salir a la calle sin máscara antigases, lourdes y Jan carlo se habían enamorado antes de que apareciera la peste azul, que apareció en la tierra diez años después del COVID 19. Eran los únicos sobrevivientes del barrio, salían por las calles y en los frentes de las casas solo se observaban retratos de los que habitaban esas casas, ahora difuntos.
Lourdes miró hacia los frentes de las casas, donde los retratos de los difuntos colgaban enmarcados en una tristeza eterna. Cada imagen era un recordatorio de la vida que había sido, ahora sepultada bajo el manto gris de la enfermedad. La peste azul había llegado y con ella, se llevó a casi todos los habitantes del barrio.
—Mira —dijo Jan Carlo, señalando un retrato en particular. Era una familia sonriente, los padres abrazando a sus dos hijos. Lourdes sintió un nudo en la garganta.
—Eran mis vecinos —susurró—. La pequeñita lucho contra la lesmiannasis, la viruela y sobrevivió y ahora muere bien fácilmente de peste azul
Jan Carlo le tomó la mano con suavidad. A pesar de las máscaras que cubrían sus rostros, Lourdes podía sentir la calidez de su toque. Era un pequeño consuelo en un mundo donde todo parecía oscuro y desolado.
—No podemos quedarnos aquí —dijo él, mirando hacia el horizonte donde las sombras de los edificios se alargaban con la luz del atardecer—. Debemos buscar más suministros antes de que caiga la noche.
Lourdes asintió, aunque su corazón se encogía ante la idea de dejar el barrio. Este era su hogar, lo único que les quedaba. Pero sabía que debían seguir adelante; su supervivencia dependía de ello.
Mientras caminaban por las calles desiertas, Lourdes pensó en cómo había cambiado todo desde que conoció a Jan Carlo. Se habían enamorado en medio del caos, cuando el miedo y la incertidumbre se cernían sobre ellos como una sombra. Esa conexión había sido su refugio en tiempos oscuros.
De repente, un ruido rompió el silencio: un crujido detrás de un contenedor de basura. Ambos se detuvieron y se miraron con preocupación; no era común escuchar sonidos en ese barrio muerto.
—¿Qué fue eso? —preguntó Lourdes bajando la voz.
Jan Carlo hizo una señal para que se quedara quieta mientras se acercaba lentamente al contenedor. Con un movimiento rápido, lo empujó y apareció una figura encorvada cubierta con harapos y también con máscara antigases.
—¡Espera! —gritó Lourdes al ver que Jan Carlo se preparaba para alejarse—. ¿Y si necesita ayuda?
La figura se enderezó lentamente. Era un hombre mayor, con ojos cansados y manos temblorosas. Su mirada reflejaba tanto miedo como desesperación.
—No… no te acerques —dijo el hombre temblando—. La peste… ¡no puedo contagiarme!
Lourdes sintió compasión por él; no era solo una víctima del virus, sino también del miedo que lo había consumido. Se acercó con cautela.
—No vamos a hacerte daño —dijo suavemente—. Solo queremos ayudar.
El hombre bajó la mirada y murmuró algo incomprensible. Jan Carlo dio un paso atrás.
—No podemos arriesgarnos —dijo él—. Si está infectado…
Pero Lourdes no podía dejarlo así; era parte de lo que habían perdido todos: la humanidad entre ellos.
—Escucha —dijo Lourdes mirando al hombre—. No sabemos si estás enfermo o no, pero si te quedas aquí solo vas a morir. Hay esperanza si nos ayudas a buscar comida y provisiones.
El anciano levantó lentamente la vista y sus ojos encontraron los de Lourdes; en ellos vio no solo compasión sino también determinación.
Finalmente, el hombre asintió lentamente.
—Está bien… haré lo que pueda —respondió con voz quebrada.
Las tres almas perdidas comenzaron a caminar juntas por las calles desoladas del barrio; Lourdes y Jan Carlo decidieron no rendirse ante la tristeza ni ante el peligro que representaba la peste azul.
Todo comenzó en un pequeño laboratorio de investigación en una ciudad costera, donde un grupo de científicos trabajaba incansablemente en la búsqueda de una cura para enfermedades respiratorias, aún afectadas por las secuelas del COVID-19. En su afán por encontrar soluciones rápidas y efectivas, decidieron experimentar con un virus modificado que prometía fortalecer el sistema inmunológico. Sin embargo, lo que no anticiparon fue la mutación inesperada que se produciría.
Uno de los científicos, un joven llamado Daniel, accidentalmente derramó una muestra del virus modificado en su piel mientras manipulaba los frascos. Al principio, no notó nada inusual y siguió trabajando. Pero al cabo de unas horas, comenzó a experimentar síntomas extraños: fiebre alta, tos seca y una extraña coloración azulada en su piel. Alarmado, se dirigió al hospital más cercano.
En el hospital, los médicos se mostraron desconcertados. Nunca habían visto síntomas como aquellos. Daniel fue puesto en cuarentena, pero ya era demasiado tarde. El virus se había propagado a través del aire, contaminando a todos los que entraron en contacto con él. En cuestión de días, el número de contagios comenzó a aumentar exponencialmente.
La peste azul se propagó rápidamente por la ciudad. Las autoridades intentaron contenerla cerrando escuelas y lugares públicos, pero el virus tenía una capacidad alarmante para infectar incluso a quienes llevaban máscaras. La enfermedad afectaba principalmente el sistema respiratorio y causaba un deterioro rápido del estado físico de los infectados.
Los medios de comunicación comenzaron a informar sobre el brote, pero no fue suficiente para detener su avance. Las imágenes de personas con la piel azulada comenzaron a aparecer en las pantallas del mundo entero; pronto se convirtió en una pesadilla colectiva. La paranoia se apoderó de la población y los gobiernos impusieron medidas drásticas: toques de queda, confinamientos obligatorios y controles estrictos en las calles.
A medida que pasaron las semanas, las muertes aumentaron y muchas ciudades quedaron desiertas. Aquellos que lograron sobrevivir aprendieron a vivir con miedo constante; salir a la calle requería usar máscaras antigases para protegerse del aire contaminado que parecía llevar consigo la muerte.
En medio de este caos, Lourdes y Jan Carlo se encontraron por primera vez en una tienda vacía mientras buscaban suministros. Ambos compartían el mismo temor y la misma tristeza por lo que había sucedido. La peste azul no solo destruyó vidas; también arrasó con la esperanza y las relaciones humanas.
El primer contagio había sido un accidente trágico, pero sus consecuencias fueron devastadoras. Lo que había comenzado como un intento de hacer el bien se convirtió en una lucha desesperada por la supervivencia.
El Dr. Samuel Bertein era un renombrado virólogo que había dedicado su vida a la investigación de enfermedades infecciosas. Cuando la peste azul comenzó a extenderse, fue uno de los primeros en reaccionar ante la crisis. Se unió a un equipo de científicos y médicos en un esfuerzo por comprender el virus y desarrollar una estrategia para detener su avance.
El primer paso del Dr. Bertein fue analizar el material genético del virus responsable de la peste azul. Utilizando técnicas avanzadas de secuenciación genética, logró identificar las mutaciones que hacían al virus tan contagioso y mortal. Este análisis permitió al equipo comprender cómo el virus se replicaba y se propagaba, lo que fue crucial para diseñar experimentos posteriores.
A continuación, el Dr. Bertein y su equipo realizaron estudios en modelos animales para observar cómo el virus afectaba a diferentes organismos. A través de estos experimentos, descubrieron que el virus no solo afectaba el sistema respiratorio, sino también otros órganos vitales, lo que complicaba aún más cualquier intento de tratamiento o vacuna.
Aunque su objetivo principal era desarrollar una vacuna, el Dr. Bertein también exploró tratamientos antivirales para aquellos ya infectados. Se probaron varios compuestos en ensayos clínicos, pero lamentablemente ninguno mostró eficacia significativa contra la peste azul.
La búsqueda de una vacuna se convirtió en la prioridad del Dr. Bertein y su equipo. Intentaron crear una vacuna utilizando diferentes enfoques:
Intentaron desarrollar una versión debilitada del virus que pudiera estimular una respuesta inmune sin causar enfermedad. Probaron con versiones muertas del virus para inducir inmunidad sin riesgo de infección. También exploraron la posibilidad de usar partes del virus (proteínas) para generar una respuesta inmune.
Sin embargo, cada enfoque enfrentó desafíos significativos debido a la naturaleza cambiante del virus y su capacidad para mutar rápidamente.
Jan Carlo era un joven lleno de vida, conocido por su energía. A pesar de las advertencias, Jan Carlo decidió unirse a un grupo de voluntarios que ayudaba a las comunidades afectadas por el virus. Quería hacer la diferencia y ayudar a quienes más lo necesitaban.
Desafortunadamente, durante una de sus jornadas de ayuda, Jan Carlo se expuso al virus. Al principio, no mostró síntomas graves, pero en cuestión de días, su salud se deterioró rápidamente. A medida que la enfermedad avanzaba, comenzó a experimentar fiebre alta, dificultad para respirar y un profundo agotamiento.
A pesar de los esfuerzos del Dr. Bertein y su equipo para tratarlo con los mejores recursos disponibles, el virus era implacable. Jan Carlo fue internado en el hospital, donde luchó valientemente contra la enfermedad durante varias semanas. Sin embargo, finalmente sucumbió a sus efectos devastadores. Su muerte dejó a todos en estado de shock, especialmente a Lourdes.
Lourdes era la novia de Jan Carlo y había estado a su lado durante todo el proceso. La noticia de su muerte fue un golpe devastador para ella. La pérdida repentina y trágica hizo que Lourdes se sintiera perdida y abrumada por una mezcla de emociones: tristeza profunda, rabia e incredulidad.
Al principio, Lourdes se aisló emocionalmente. No quería hablar con nadie ni compartir su dolor. Se sumergió en recuerdos felices con Jan Carlo, pero también luchó contra la culpa por no haber podido protegerlo. Se preguntaba si había algo que hubiera podido hacer para evitar que se contagiara.
Lourdes comenzó a asistir a grupos de apoyo para personas que habían perdido seres queridos debido a la peste azul. Allí encontró consuelo al escuchar las historias de otros y darse cuenta de que muchos estaban atravesando experiencias similares. Con el tiempo, aprendió que el duelo es un proceso natural y personal.
Para ayudar con su dolor, Lourdes decidió honrar la memoria de Jan Carlo creando una campaña para concienciar sobre la peste azul y la importancia de las medidas preventivas. Se convirtió en una defensora activa en su comunidad, hablando sobre las lecciones aprendidas y apoyando iniciativas que ayudaran a otros afectados por el virus.
Aprendió que aunque él ya no estaba físicamente presente, su espíritu viviría en las acciones que ella emprendiera para ayudar a otros. Sin embargo debido a las secuelas de la peste azul en la vida de Lourdes no volvieron a aparecer príncipes azules. Tenía la mala certeza de que si se volvía a enamorar su príncipe azul moriría de peste azul o de cualquier enfermedad, se decidió por la soledad, la decisión más terrible que puede tomar cualquier mujer joven. Se volvió amargada y cruel, no le encontraba sentido a la vida y después de que pasó la peste azul todas las noches frecuentaba el mismo bar.
Un día su rostro apareció en la prensa como una desaparecida más.
Antes de desaparecer uno de los borrachos del bar le había dicho en la cara varias veces:
-El amor y la peste cambia tanto a las personas que a veces es mejor morir de peste, que morir de amor.
Y lo peor, es que el borracho tenía razón.