79. Para vaciarnos de nosotros mismos, es necesario en primer lugar conocer bien con la luz del Espíritu Santo nuestro fondo de malicia, nuestra incapacidad para toda forma de bien útil para la salvación, nuestra debilidad para todas las cosas, nuestra inconstancia en todo tiempo, nuestra indignidad de toda gracia, y nuestra iniquidad en todo lugar. El pecado de nuestro primer padre nos ha dañado a todos casi enteramente, agriado, engreído y corrompido, como la mala levadura, levanta y corrompe la masa en que ha sido puesta. Los pecados actuales que hemos cometido, sean mortales o veniales, aunque hayan sido perdonados, han aumentado nuestra concupiscencia, nuestra debilidad, nuestra inconstancia y nuestra corrupción, y han dejado malos restos en nuestra alma.
Nuestros cuerpos son tan corrompidos, que el Espíritu Santo los ha llamado cuerpos de pecado (Rom. 6, 6), concebidos en el pecado, alimentados en el pecado, y capaces solamente de toda forma pecado, cuerpos sujetos a mil y mil enfermedades, que se corrompen de día en día, y que no engendran sino podredumbre, gusanos y corrupción.
Nuestra alma unida al cuerpo se ha hecho tan carnal, que es llamada carne: Habiendo toda la carne corrompido su camino (Gen. 6, 12). Por herencia sólo tenemos orgullo y ceguera de espíritu, el endurecimiento del corazón, la debilidad y la inconstancia en el alma, la concupiscencia, las pasiones revueltas y las enfermedades en el cuerpo. Nosotros somos por naturaleza más orgullosos que los pavos reales, más aferrados a la tierra que los sapos, más viles que los animales inmundos, más envidiosos que las serpientes, más glotones que los cerdos, más coléricos que los tigres y más perezosos que las tortugas, más débiles que los carrizos, y más inconstantes que las veletas. No abrigamos en nuestro fondo más que nada y pecado y no merecemos sino la ira de Dios y el infierno eterno.
Fuente: Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María y el Secreto de María
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